Sobre la idea de una sustancia real dónde pensar. Existe otra, la sustancia del divague y el errante. La idea de un laberinto sea rígido o no, es la idea de una no respuesta o de una respuesta oculta por caminos errados, como también por caminos complejos mediante y por medio de la cual la memoria es desafiada. Esto no es menor. Un laberinto puede ser un idilio para el entretenimiento. Un laberinto también es la sensación de estar perdido. Como problema y como tropiezo, el laberinto tiene la función incómoda de darnos por perdidos en el espacio y en el tiempo. No es un asunto menor. ¿Dónde esta la comodidad o no? Si el laberinto es un lugar para pasar el rato, para esconderse del mundo, un lugar para fingir perderse es una cosa. Si el laberinto es por el contrario la incomodidad, o la extrañeza hasta puede ser irritante.
Miles de bocinas, miles de expresiones hacen de hoy un camino un laberinto. Sin saber si yerra o no, si se hace o no se hace, si esta o si no se está. Fuertes dogmatismos nos defienden contra el miedo de la mediocridad. El desprecio por sobre lo que ya sabemos nos da la medida de las cosas. Cuestionar al hombre es cuestionar las cosas. A veces en la estupidez más grande a veces en medio de la profundidad. El dolor y la tragedia pueden ser laberintos, la infancia puede ser un laberinto a medida que la memoria da saltos. El arte puede ser un laberinto cuando calificar se vuelve un criterio arbitrario. ¿Qué fue eso que había que ver? ¿Dónde estaba? ¿Cómo pasó? Si llego y esta por ahí ¿Por qué fue arrojada? ¿Tiene sentido esperarlo? Proponer ver las cosas de otra forma no soluciona nada pero tampoco es algo menor. Un laberinto en realidad es la manera en que el caos y el orden se encuentran. Tiene algo que tiene que ser molesto. Pero incluso cuando no, cuando fuese un laberinto falso, cuando no fuese un recorrido, cuando sea una dispersión de objetos donde verlos todos es un desafío. Ahí hay otro laberinto, en un mal poner, y en un mal acceder. No por nada, un laberinto no tiene que ser una historia, una ciudad extraña es un laberinto. Cuatro manzanas pueden delirar a cualquiera. Simplemente se trata de hacer más incomoda la experiencia de todo lo que se sabe. No tiene que ser más. No tiene que ser menos. No puede esperar ser otra cosa, y si lo fuera poco importaría. Tiene que ser algo. Ese tener que ser algo, ese tener que hacer los dameros para que las cosas sean como dicen que tenían que ser tiene poco que ver con la actividad humana. Un taller donde las pinturas se ven sin esperar ser vistas muchas veces ofrece la imagen hostil del amontonamiento. Hostil porque no espera ser un paseo, quizás muchas cosas que se ven en abundancia en un taller morirían al salir al público. La sociedad ha hecho de su regla, el olvido del exotismo. Ha hecho de su cuidado una norma, y con esa norma vive. Miles de paredes en blanco para pequeñas obras, desierto y extensión. ¿Dónde está la agresión? Tiene que morir para ser pasible de consumo. Un laberinto es algo que no se puede consumir, un mantón de basura, la pintura sobre la pintura de una pared es algo que no se puede consumir. Sin embargo pecamos de ingenuos si creemos que no respira. Los cruzados del orden podrían arrancarse las plantas de los pies. No tiene sentido, es un barroco extremo y humillante, hasta raya la ausencia de originalidad y de autor. El asco es parte de un laberinto hostil, de un pasaje, de un pasaje mal hecho entre dos proyectos que no salieron. Un laberinto no tiene que tener un monstruo. No tiene que tener un guardián, un laberinto puede ser la absurda manera de buscar cosas que no existen. Frente a lo fugaz, un laberinto es el cielo. ¿Dónde esta la nube que nos habla de todas las nubes? ¿Es la estúpida nube que dibujamos? ¿Es la estúpida nube que dibujamos cuando pensamos que superamos la primera nube? Jamás podremos saberlo. Saber las cosas ordenarlas ponerlas bien, hacer aburrida la búsqueda niega el laberinto. Si el cretino no entra al laberinto el laberinto no es de nadie.
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